Unos cuantos niños jugaban en la orilla del río. Construían castillos de arena, y cada uno defendía el suyo:
– ¡Este es el mío! -decía cada uno.
Vigilaban que nadie pisase ni destrozase su castillo y no toleraban ninguna duda acerca de la propiedad de cada. Cuando los castillos estuvieron terminados, un niño pisó el castillo de otro, destrozándolo, por lo que su dueño montó en cólera, tiró al atacante de los pelos, lo golpeó con los puños y gritó:
– ¡Ha destrozado mis castillo! ¡ Venid todos, vamos a darle su castigo!
Dicho esto, los demás acudieron rápido y golpearon al atacante con palos hasta que este cayó al suelo, donde siguieron dándole patadas por un rato. Luego siguieron jugando cada uno con su castillo, continuando cada cual con la feroz defensa de su propiedad:
– ¡Este es mío y de nadie más! -decían unos.
– ¡Fuera de aquí! ¡ No te acerques! -gritaban otros.
– ¡No se te ocurra tocarlo! -amenazaban otros.
Pero las horas pasaron y se hizo de noche, por lo que todos pensaron que era ya tiempo de volver a casa. Nadie se preocupó más por su castillo: uno caminó por encima del suyo, el otro lo destrozó con las manos, etc.. Cada uno, sin más, se fué a casa, olvidandose por completo de su castillo.
* Yocara Bhumi Sutra, traducción propia.
Este símil se puede aplicar a infinidad de situaciones particulares, y por supuesto a la vida misma en general, pues al igual que esos niños, nos aferramos a nuestros particulares castillos de arena, ya sean nuestro «yo», nuestras posesiones materiales o cualquier otro objeto o idea mundana, a los que nos apegamos y defedemos sin cuestionarnos por un solo momento su verdadera utilidad, y mucho menos sin planteanos el que tarde o temprano vamos a separanos de ellos.
Foto: Joseph Dsilva