Leyéndome Crimen y castigo, la famosa novela de Dostojewski, llegué a una parte en la que el protagonista tiene un sueño -o pesadilla mejor dicho- en el que, aun siendo un niño, es testigo de una escena siniestra: un caballo es apaleado hasta la muerte por una panda de borrachos.
Al leerlo, además de la repudia que sentía por lo ocurrido, lo que más me molestó fue que, a pesar de que hacía tan sólo unos días había escrito una entrada sobre la compasión, experimentaba un fuerte sentimiento de odio hacia los personajes que apaleaban al caballo, así como ganas de aplicarles la misma violencia que usaban con éste. Esta situación me recordó lo poco que sirve la sabiduría por sí sola si no se medita lo suficiente, pues a pesar de todos mis conocimientos, seguía sin poder controlar mi mente ante tal escena.
Recordé también, por cierto, un interesante post de Karma Dorje, «Olvida tanta teoría, practica«.
Pues bien, ¿por qué no empezar a practicar con el propio texto culpable de esta situación? ¿y por qué no compartirlo después con todo el que lo quiera leer? Lo que transcribo a continuación es, por tanto, el fragmento en el que se narra el sueño y mis reflexiones al respecto.
Antes de seguir, dividiré en tres grupos a los principales protagonistas en el sueño y, por tanto, en nuestra meditación:

  • Víctimas: Doria Raskolnikof, el niño; y el caballo.
  • Malos: Mikolka,  dueño del caballo e incitador del apaleamiento; y resto de apaleadores.
  • Indiferentes: la gente que no participa, pero que tampoco hace nada por impedir el apaleamiento.

El sueño es el siguiente (si no tienes demasiadas ganas de leer, no es imprescindible, basta con leer arriba la descripción del sueño y de los personajes y saltar a la parte de la meditación):

Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikof se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna, arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres. Pero ahora, cosa extraña, la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con la balalaika en la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
– ¡Subid, subid todos! -grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de un rojo de zanahoria.- Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
– ¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
– ¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
– ¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
– ¡Subid! ¡Os llevaré a todos! vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
– El caballo bayo -dice a grandes voces- se lo llevó hace poco Mathiev, y esta bestezuela es una verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré galopar.
Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
– Ya lo oís: dice que lo hará galopar.
¡Ánimo y arriba! exclamó una voz burlona entre la multitud.
– ¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.
– Por lo menos, os llevará a buena marcha.
– ¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo que necesita esta calamidad!
Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas. La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka.
Se oye el grito de «U ¡Arre!» y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.
– ¡Dejadme subir también a mí, hermanos! -grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
– ¡Sube! ¡Subid! -grita Mikolka.- ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes… ¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
– Papá, papaíto -exclama Rodia.- ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
– Vámonos, vámonos -responde el padre.- Están borrachos… Así se divierten, los muy imbéciles… Vámonos…, no mires…
E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre hacia la carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza a tirar nuevamente… Está a punto de caer.
– ¡Pegadle hasta matarlo! -ruge Mikolka.- ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo! – ¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! -grita un viejo entre la multitud. Y otra voz añade:
– ¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa? ¡Lo vas a matar!
– ¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos! ¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus patas…! Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
– Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! -vocifera Mikolka.
– ¡Cantemos una canción, camaradas! -dice una voz en la carreta.- El estribillo tenéis que repetirlo todos.
Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna. Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos…, ¡en los ojos…! Llora. El corazón se le contrae.
Ruedan sus lágrimas. Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
– ¡El diablo te lleve! -vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
– ¡Lo vas a matar! -grita uno de los espectadores.
– Seguro que lo mata -dice otro.
– ¿Acaso no es mío? -ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
– ¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? -gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.
– ¡Es duro de pelar! -exclama uno de los espectadores.- Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora dice otro de los curiosos.
– ¡Coge un hacha! -sugiere un tercero.- ¡Hay que acabar de una vez!
– ¡No decís más que tonterías! -brama Mikolka.- ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.
– ¡Cuidado! -exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
– ¡Acabemos con él! -ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
– ¡Ya está! -dice una voz entre la multitud.
– Se había empeñado en no galopar. ¡Es mío! -exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.
– Desde luego, tú no crees en Dios -dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.
– Ven, ven -le dice.- Vámonos a casa.
– Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? -gime Rodia.
Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
– Están borrachos -responde el padre.- Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que hacer.

Mis meditación al respecto:
Empecé pensando en el pobre caballo, una criatura indefensa y acostumbrada probablemente a palizas regulares. El pobre animal, con semejante dueño, seguramente recibiría palos un día tras otro, poco descanso y escaso alimento. Intenté situarme en su piel, sentir lo que imagino que sentiría. La angustia de su vida, la propia impotencia para cambiar sus condiciones, su sentimiento de inocencia, su incomprensión del por qué aquellos malos tratos… En fin, durante un rato, intenté ponerme en la piel del caballo y experimentar su sufrimiento.
Tras un rato haciendo esto, y observando como a la vez que mis empatía y mi sufrimiento aumentaba, mi odio y mis ganas de venganza hacia los apaleadores aumentaban aun más rápido, seguí meditando sobre el sufrimiento del caballo. Lo enfoqué ahora, tal y como ya expliqué en el post de la compasión, mediante la teoría de la reencarnación, poniendo en la piel del caballo a seres queridos, pensando que dichos seres se verían obligados a sufrir lo que aquel caballo estaba sufriendo. Mi madre era el caballo, cada uno de mis hermanos era el caballo, yo era el caballo, mis más íntimos familiares y amigos eran el caballo, mi novia era el caballo… y todos teníamos que pasar por aquello. Todos teníamos que sufrir lo indecible. Vernos obligados a tirar de la carreta en el horrible frío invernal, en el agobiante calor veraniego, soportando palos a diario, etc.. Es más, imaginé que todos hemos pasado y pasaremos por aquello. Mi cólera e imcomprensión hacia los apelantes iba en aumento, así como mi sufrimiento. Verdaderamente, me resulta muy difícil hacer este tipo de meditación con seres queridos, pues me siento muy mal por el simple hecho de pensar tales cosas.
Luego repetí el proceso, esta vez con el niño. Primero yo, luego mis seres queridos, etc.. Tener que presenciar aquello con la inocencia infantil… y lo peor no era solo presenciarlo, lo peor era asumir que en el mundo había gente capaz de aquello.
Una vez terminada mi meditación con las víctimas, cambié totalmente de rol: ahora quería empatizar con los verdugos. Tarea difícil. Que conste que no buscaba justificar sus actos, los cuales siempre condenaré  e intentaría evitar de cualquier modo si los presenciara, sino simplemente intentar sentir compasión también por ellos.
Pensé en Mikolka, dueño del caballo e inductor del delito. Aquel pobre borracho había tenido probablemente una infancia cruel: su padre, también un borracho, le habría dispensado palizas día sí y día también. Su madre hacía poco o nada por evitarlo. O quizá era huérfano de madre. No había tenido una buena educación, quizá ni siquiera había asistido al colegio. O quizá, en su breve periplo escolar, algún profesor abusara de él. Hoy era un pobre borrachín, ceniza de aquél fuego que su infancia fue. Se había criado a base de palos y olor a alcohol, y esto era lo único que él sabía devolver a la vida. Se había convertido en un psicópata que se relamía en el dolor ajeno. ¿Quién sabe?
Yo necesitaba inventarme tales cosas -que no aparecen en el libro- para justificar su comportamiento y poder concederle algún tipo de perdón. ¿Pero, quién soy yo para perdonar a nadie? ¿Acaso soy yo perfecto? ¿Acaso soy una especie de Dios? Yo no debía perdonar -no soy  nadie para eso-, yo simplemente debía comprender y sentir compasión. Aquella persona, Mikolka, quizá no había tenido una infancia difícil, sino todo lo contrario. De hecho, he de desear que así fuese, pues lo contrario sería desearle un mal para justificar otro mal. La cuestión es que, por los motivos que fuese, Mikolka ignoraba su propia naturaleza y, por tanto, no veía lo innoble ni lo dañino de su acción y era incapaz de sentir pena alguna por un alma que sufría. Perdido en este mundo sinsentido, ignorante de las causas de su sufrimiento, Mikolka me daba ahora pena.
Intente ahora, no con la intención de perdonarlo, sino simplemente de empatizar -aunque al fin y al cabo esto son dos maneras diferentes de nombrar lo mismo- reflexionar sobre el posible motivo de sus actos, sobre su incapacidad de sentir el dolor ajeno, etc.. Intenté pensar en situaciones en las que yo también me haya comportado, voluntaria o involuntariamente, de forma brutal pues, aunque nunca he hecho semejante barbaridad como apalear un animal, seguro que alguna vez he causado dolor -no necesariamente físico- a algún ser. O incluso sin haber causado tal dolor, seguro que alguna vez lo he deseado. De hecho, hace unos instantes quería apalear a Mikolka y al resto de apaleadores, quería darles su propia medicina. Y según mi entendimiento en ese momento, tenía razones para hacerlo. No hubiese sentido, probablemente, ni el más mínimo remordimiento, tal era mi odio. ¡Fíjate! Igual que yo había encontrado un motivo por el que apalear a los verdugos, los verdugos había encontrado otro para apalear al pobre caballo. De repente yo era como ellos, con mis motivos y mis razones, quería infringir daño a alguien. Poco a poco, el odio se iba apagando más (que no por eso la repulsa de sus actos, repito).
Por cierto, cada vez que meditando sobre la compasión llego a la parte de los malhechores, recuerdo este fragmento de Nietzsche en la obra Humano, demasiado humano: 

Cuando el rico le arrebata al pobre un bien que le pertenece (por ejemplo, un príncipe que le quita al plebeyo su querida), se produce un error en el pobre: piensa que el oro debe ser muy abominable, puesto que le arrebata lo poco que posee. Pero el otro está lejos de darle un valor tan profundo a un solo bien, y, por tanto, no puede ponerse en el caso del pobre y no le hace tanto daño como éste cree. Ambos tienen una idea falsa el uno del otro. La injusticia del poderoso, que tanto nos irrita en la historia, no es tan grande como parece. […] Nosotros mismo, en tanto que insistimos, cuando la diferencia entre nosotros y otros seres es muy grande, no tenemos ya ningún sentimiento de injusticia, y matamos una mosca, por ejemplo, sin remordimientos. […] Suponemos involuntariamente que el autor y la víctima piensan y sienten de la misma manera, y, conforme a esta suposición, se mide la falta de uno por el dolor del otro.

Tras largo rato meditando sobre esto, pasé como siempre a enfocarlo todo desde el punto de vista de la reencarnación. Aunque me repugna este método por los sentimientos de culpa que me produce, es, junto a la empatía, el método que mejor me funciona. Intenté poner ahora en la piel de los apaleadores a seres queridos. Intenté pensar que, a causa de su ignorancia en tal vida eran capaz de hacer aquello. Intenté imaginar que los apaleaba por venganza y lo que sentirían. En fin, repetí todo el proceso anterior poniendo a distintos seres queridos en piel de los apaleadores, hasta apagar el odio y sentir compasión por ellos.
Si hemos de desarrollar nuestra ecuanimidad, hemos de hacerlo con todo el mundo -malos, buenos e indiferentes-, por lo que tras un largo rato meditando sobre los verdugos, pasé a meditar sobre los que he catalogado como indiferentes: aquellas personas que, sin tomar parte en el apaleamiento, no hicieron nada para evitarlo. Esta última etapa de meditación no creo que haga falta explicarla, pues si hemos sido capaces de ponernos en la piel de las víctimas  de los verdugos, ponernos en la piel del público que presencia la escena no será difícil. Eso sí, es necesario.
Y esto fue todo, espero no haber aburrido con esta reflexión. Quizá incluso sirva de algo a alguien, algún día.