Hace ya casi un año, recién llegado a la ciudad de Alemania en la que todavía vivo, me encontré las calles embadurnadas con carteles anunciando una jornada de puertas abiertas en un centro budista. Yo ni había estado nunca en ningún centro budista ni había tenido siquiera contacto con otros budistas en persona, por lo que enseguida decidí acudir a tal jornada.

Aunque por aquel entonces mi experiencia en el budismo no era muy larga, ya había leído buena parte del Tipitaka (donde se recogen los discursos atribuidos a Buda) así como diversos libros del Dalai Lama. Para que os pongáis en contexto, aunque los libros del Dalai Lama me habían ayudado a comprender bastante de qué iba esto del budismo, en cierto sentido me habían «repelido» un poco debido al misticismo que rodeaba a veces sus enseñanzas y a la cantidad de elementos que poco o nada tenían que ver, en mi opinión, con aquello que Buda enseñó.

Y es que el budismo como tal no existe, sino que hay diferentes «vehículos» o tradiciones. Los tres principales son: el Theravada, basado en los discursos más antiguos y originales (Tipitaka) atribuidos a Buda; el Mahayana, más sincretizado con elementos culturales y religiosos de los países en los que el budismo se introdujo, y cuyos representantes más conocidos son algunas escuelas del budismo Tibetano así como el budismo zen; y el Vajrayana, el cual es una derivación aun más mística del Mahayana. Está claro, por lo dicho en el párrafo anterior, que mi vehículo era el Theravada, el cual en mi opinión es mucho más pragmático.

Como todo ignorante, me fanaticé en el budismo Theravada. La palabra de Buda se encontraba en el Tipitaka, y todo lo demás eran agregados innecesarios. Cualquier otra tradición budista casi que no merecía ser llamada tal. Esta fanatización encontró su punto álgido en la visita al centro budista del que he comenzado hablando, el cual pertenecía a la escuela Vajrayana, cosa de la que no se informaba en los carteles que lo anunciaban.

Al llegar a dicho centro, me recibieron de manera muy cordial y uno de los miembros/asiduos del centro me hizo una especie de introducción al centro y a la traición budista que practicaban. Como no podía ser de otro modo, me empezaron preguntando si ya conocía algo sobre budismo, y fue aquí donde llegó mi primera sorpresa, pues al comentarles lo que ya había leído del Tipitaka, pusieron “cara de Poker” y me dijeron que no tenían ni idea de qué era eso. Mi alemán -pensé-, probablemente estoy pronunciando mal. Pero no, tras varias repeticiones, ninguno de los miembros había leído nada del Tipitaka. Desconocían incluso su existencia.

¿Cómo se puede ser budista sin conocer tales textos? Para mi esto era como si al hablar con los feligreses de una iglesia cristiana, ninguna hubiese leído ni conociese siquiera la existencia de la Biblia.

Este «shock» continuó aumentando al entrar en la biblioteca del templo, donde tampoco había ni rastro de ningún texto «antiguo», sino que todo eran libros del Lama (maestro) fundador del centro y de otros lamas tibetanos.

La jornada continuó con una charla a modo de introducción dada por uno de los miembros más antiguos del centro budista a los nuevos visitantes. Las Cuatro Nobles Verdades, el Óctuple Sendero, etc.. en fín, lo normal en una charla de introducción al budismo, hasta que empezó a explicar aquellos elementos propios del budismo Vajrayana, hablando de meditar mediante visualizaciones de deidades o recitando mantras y otras cosas por el estilo… me parecía muy bien que meditasen como quisiesen, y si este método funcionaba, ¿quién era yo para criticarlo? Lo que me molestaba era que en ningún momento indicasen a la gente que aquello se trataba de algo propio del budismo Vajrayana. Hasta donde yo sé, Buda no pronunció un mantra en su vida…

Aun así, movido por la curiosidad, decidí volver unos días más tarde para realizar una sesión de meditación guiada. Eramos apenas unas 15 personas, si no me engaña la memoria, de diferentes edades, sexo y posición. Todos alemanes, menos yo, el pequeño intento-de-Buda curioso cordobés. Después de tomar té y charlar un poco, nos sentamos todos, descalzos, sobre cojines en una sala decorada sólo con algunas estatuas de Buda y fotos de algunos maestros budistas tibetanos así como del Lama (Lama Olé Nydahl’s) fundador del centro. Uno de los miembros (se van turnando, cada semana le toca a alguno de los más antiguos) empezó con una breve introducción a la meditación que íbamos a hacer, leyendo de un libro del Lama, y tras tocar la campanilla (no se si tiene un nombre específico), todos cerraron los ojos, se pusieron en las postura que cada uno prefería, y empezaron a meditar mientras el orador los guiaba. Apenas unos 20 minutos.

Debo confesar que me constaba mucho entender lo que decía, pues aparte de lo bajo que hablaba, tenía un acento muy pronunciado de la región donde me encuentro. En los últimos minutos, uno de los miembros repartió una pequeña hoja con un Mantra tibetano, y enseguida todos se pusieron a recitarlo al unísono. Tal y como luego me confesaron cuando pregunté, nadie tenía ni idea de lo que el Mantra significaba, ninguno había intentado siquiera buscar una traducción. Pero ahí estaban todos, unos 15 alemanes descalzaos, sentados entre cojines y pronunciando al unísono algo que no tenían ni idea de qué quería decir, y en mitad de todos ellos, con ojos abiertos mirando al rededor entre incredulidad y curiosidad, el pequeño cordobés. Eso era el budismo para ellos, esa era su meditación. Al terminar, me despedí y les di las gracias, pero salí pensando en no volver nunca.

La verdad es que me causó un pequeño trauma aquello. Es difícil describir todo lo que pasaba por mi cabeza en aquel momento. Desde mi profunda ignorancia, casi que veía aquello como un insulto a Buda y a su enseñanza: ¡aquello no tenía nada que ver con Buda, y aun así se autodenominaban Budistas! “Frechheit!”, como se diría en alemán.

Los meses pasaron y yo seguía leyendo, estudiando y meditando. Explicar todos los motivos, además de difícil, requeriría una enorme parrafada, por lo que me limitaré a decir que algo en mi cabeza fue cambiando poco a poco. Ese fanatismo fue desapareciendo, y en su lugar se iba abriendo paso la comprensión. Mientras más estudiaba, mientras más leía, mientras más escuchaba, más me daba cuenta de que al fin y al cabo todo se reducía a lo mismo. Si al principio veía las diversas tradiciones y escuelas budistas como caminos muy diferentes, algunos inclusos “descaminados”, ahora los veía como diferentes decoraciones para el mismo camino.

Si cada persona es un mundo, debe haber decoraciones para cada uno de esos mundos. Misticismo, pragmatismo, intelectualidad… al fin y al cabo, todas estas posturas no son mas que diferentes filtros para la misma foto. Y no importa cual de esos filtros se use para ver la foto, lo que importa es mirarla, pues esos filtros no son más que proyecciones de nosotros mismos. Como decía Hesse en El juego de los abalorios:

<<¡La verdad existe, querido! Mas no existe la “doctrina” que anhelas, la doctrina absoluta, perfecta, la única que da la sabiduría. Tampoco debes anhelar una doctrina perfecta, amigo mío, sino la perfección de ti mismo. La divinidad está en ti, no en las ideas o en los libros. La verdad se vive, no se enseña>>.

Apegarse a una tradición y rechazar a las otras es una contradicción de manual para cualquier budista. Cuando ese rechazo incluye incluso el desprecio, como era mi caso, la necedad es suprema. Cada tradición tiene excelente maestros y enseñanzas, y rechazar las tradiciones que representan es rechazar la verdad que enseñan, que es la misma que enseña cualquier tradición, incluida la que sigues.

Cierto es que me sigue atrayendo más “la decoración” del camino Theravada, pero no por eso dejo de apreciar el resto de decoraciones. Disfruto enormemente, por ejemplo, leyendo a maestros tibetanos, pues incluso cuando parte de su mensaje me sigue pareciendo demasiado esotérico, la claridad y la verdad de su enseñanzas es demoledora. O por ejemplo, te puede no gustar la manera en la que el zen se acerca a la verdad, ¿pero qué budista podría despreciar estas palabras?

Hoy en día, con muchos menos prejuicios, aunque todavía no totalmente libre de ellos, sigo acudiendo de vez en cuando a las sesiones de meditación guiada de este centro Vajrayana, y me doy cuerna de cuan condicionada está la realidad por nuestra mente: donde antes veía una situación ridícula compuesta por alemanes sentados incómodamente en cojines recitando algo cuyo significado desconocen en un vano intento de buscar algún paliativo espiritual al estrés y descontento que la vida les produce, hoy veo a una serie de personas que durante un rato sacan lo mejor de sí mismos, se sientan humildemente e intentan, de algún modo u otro, encontrarse a sí mismos y encontrar la paz consigo y con el mundo que les rodea.

Puede que no hayan leído el Tipitaka ni ningún otro texto “antiguo”, pero conocen las enseñanzas básicas budistas e intentan ponerlas en práctica lo mejor que pueden. Aunque sigo sin ver ningún poder ni utilidad en la recitación de mantras, comprendo que a otros les pueda gustar y ayudar, y la verdad es que estar allí sentado rodeado de otras personas que hasta hace unos minutos te eran totalmente desconocidas e indiferentes, recitando al unísono un texto incomprensible, tiene algo de magia. Es difícil describirlo, pero la comunión que en esos minutos se forma entre tales seres hasta entonces desconocidos es especial.

Aunque como he dicho, tanto esta comunión como la indiferencia previa son productos de la mente.

No se si se ha entendido bien lo que he querido comunicar, pues la verdad es que ni yo mismo sé muy bien como definirlo. Si no se ha entendido, espero al menos que no se haya malentendido. Estos días, además, mi inspiración a la hora de escribir no es que se encuentre especialmente en su punto más álgido.

Me despido con unas palabras al respecto de un maestro tibetano, Sogyal Rimpoché:

<<Lea los grandes libros espirituales de todas las tradiciones, hágase una idea de lo que pueden querer decir los maestros cuando hablan de liberación e Iluminación, y descubra qué enfoque de la realidad absoluta le atrae y le conviene más. Aplique a su búsqueda todo el discernimiento de que sea capaz; la senda espiritual exige más inteligencia, más sobria comprensión y más sutiles poderes de discernimiento que ninguna otra disciplina, puesto que aquí se trata de la verdad más elevada. Utilice su sentido común en todo momento. Acuda al camino jovialmente consciente del equipaje que lleva: sus deficiencias, fantasías, fracasos y proyecciones. Con aguda conciencia de cuál podría ser su verdadera naturaleza, combine una humildad sensata y realista y una clara apreciación de dónde se encuentra en la senda espiritual y qué le queda aún oír entender y lograr>>.

@ElBudaCurioso